La Corte de los Días Antiguos Estás sentado en tu celda, solo, asustado, aún luchando por comprender la realidad. Durante décadas manejaste el poder: comandaste ejércitos, mantuviste el fuego nuclear bajo tu sombra, doblegaste presidentes y parlamentos a tu voluntad. Ahora, el silencio de las paredes de piedra pesa más que cualquier ejército. Por primera vez, estás impotente. La puerta se abre y entro yo. Me miras, desconfiado, tenso. Tal vez esperas odio, tal vez violencia. Pero te digo las palabras que no esperabas: “Ten miedo, pero no de mí. No he venido como tu verdugo. Ten miedo del juicio que te espera. Ten miedo del veredicto de la corte, del pueblo judío, de las naciones, de la historia misma. Y ten más que miedo de lo que te espera después de la muerte.” El Juicio de las Naciones Te sentarás en la sala del tribunal, no como líder, sino como acusado. Detrás de un cristal, disminuido, incapaz de controlar la escena. Sin micrófonos para amplificar tu propaganda, sin cámaras para moldear tus mentiras. No podrás silenciar a los testigos. El primero será un padre. Contará cómo fue a buscar un certificado de nacimiento para sus gemelos recién nacidos, con alegría en sus manos, solo para regresar a escombros: su esposa e hijos enterrados bajo ellos. Su voz temblará, pero la verdad no. Luego hablarán los niños. Huérfanos que perdieron no solo a sus padres y hermanos, sino también las paredes que los protegían. Contarán cómo su orfanato, el único refugio que les quedaba, fue reducido a polvo. Sus voces, frágiles pero inquebrantables, darán testimonio. Te sentarás impotente mientras sus palabras atraviesan el silencio. Ningún ejército las acallará. Ningún editor las cortará. Y cuando caiga el martillo, el veredicto te sellará. La corte te condenará. Las naciones te darán la espalda. En las sinagogas, los judíos orarán no por tu redención, sino por el perdón: perdón por haber sido engañados por tus palabras, perdón por permitir que el pacto de la vida fuera profanado. Y la historia te marcará, como marcó a Hitler antes que a ti: el villano de una era. Pasarás el resto de tu vida en una celda, esperando la muerte con temor. Y cuando ese día finalmente llegue, tu juicio no habrá terminado: apenas habrá comenzado, porque entonces estarás ante la Corte de los Días Antiguos. La Corte de los Días Antiguos Serás llevado ante la corte mayor, la sala del tribunal de la eternidad. Daniel la vio hace mucho tiempo: “Mientras miraba, se colocaron tronos, y el Anciano de Días tomó asiento. Su vestidura era blanca como la nieve; el cabello de su cabeza como lana pura. Su trono era de llamas ardientes, sus ruedas de fuego resplandeciente. Un río de fuego fluía y salía de delante de él. Miles y miles lo servían, diez mil veces diez mil estaban ante él. La corte se sentó a juzgar, y los libros fueron abiertos” (Daniel 7:9–10). Estarás ante este trono de fuego ardiente. Verás a los ángeles alineados en filas, sosteniendo los libros de tus obras. Los libros se abrirán, y nada quedará oculto. Los testigos que silenciaste se levantarán. El padre asesinado mientras buscaba comida para su familia hambrienta hablará contra ti. Sha‘aban al-Dalou se levantará de su cama de hospital, quemado vivo, con el suero aún en su brazo, y testificará. Y las multitudes, los sin nombre y los olvidados, rugirán como el mar, su sangre clamando como lo hizo la de Abel. Y cuando el veredicto se acerque, te sentirás tentado a hacer lo que siempre hiciste. En la tierra, acusaste a la CPI de antisemitismo cuando te persiguió. En el cielo, acusarías incluso a Dios de lo mismo, si tan solo tu lengua estuviera libre. Pero tu lengua no te salvará. “En ese día sellaremos sus bocas, pero sus manos nos hablarán, y sus pies testificarán sobre lo que solían ganar” (Yasin 36:65). Tu lengua callará. Tus manos confesarán las órdenes que firmaron. Tus pies testificarán sobre los caminos que te llevaron. Hasta tu piel se alzará contra ti. Serás condenado no por acusaciones, sino por la verdad: por tu propio cuerpo. El veredicto caerá. Serás separado del pacto. Porque los sabios dijeron: “Todo Israel tiene una parte en el mundo venidero… excepto aquellos que no tienen parte en él: los que niegan la Torá, los que niegan la resurrección, y los que hacen pecar al público” (Sanedrín 90a). Gehinnom es para los débiles, que tropiezan pero aún pueden ser purificados. Pero tú profanaste el Nombre de Dios. Eso no es debilidad, sino rebelión. Y por la rebelión, no hay parte. Tu pretensión de representar el judaísmo será despojada por el propio Dios. Entonces se ejecutará la sentencia. El Corán te advierte: “La muerte vendrá a ti desde todos los rincones, pero no morirás; y ante ti yace un tormento implacable” (Ibrahim 14:17). Y el Apocalipsis lo confirma: “Y el diablo que los había engañado fue arrojado al lago de fuego y azufre donde estaban la bestia y el falso profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 20:10). Serás arrojado a ese lago de azufre: fuego que castiga sin consumir, tormento sin fin. Suplicarás por la muerte, pero la muerte no vendrá. El Regreso a la Celda Me giro hacia la puerta, bajando la voz para una última advertencia. “Así que ten miedo, no de mí, sino de esto. Ten miedo del juicio que no puedes silenciar, de la historia que no puedes reescribir, de la eternidad de la que no puedes escapar. Ten miedo de la Verdad misma.” La puerta se cierra detrás de mí. Y una vez más, estás sentado en tu celda. El silencio es más pesado que nunca. Por primera vez en tu vida, las lágrimas corren por tu rostro. Lloras en silencio, y no hay nadie que te consuele.